Enrique Dussel
Se trata de reflexionar sobre tres conceptos que se usan en los debates actuales y que sería bueno aclarar, relacionar y sacar alguna consecuencia práctica.
1. Soberanía. Es sabido que Jean Bodin (1530-1596) trata el tema en su obra Los seis libros sobre la República otorgando sólo a la persona del príncipe o rey el “poder soberano” (pouissance souveraine). Bodin sabía que en el “estado de Venecia” se depositaba la soberanía sobre el “Consejo mayor” de los patricios, y por ello era una aristocracia. Para un Bartolomé de las Casas (1484-1566), refiriéndose al Perú y a las encomiendas de indios (en su obra De regia potestate, 1546), el poder de autodeterminación pertenecía sólo al pueblo, ya que escribía explícitamente que una decisión del rey sin el “consenso del pueblo” (consensu populi) no tenía “legitimidad” (legitime), porque sería “inferir perjuicio a la libertad (libertati) del pueblo”2.
El concepto de soberanía sufrió entonces una evolución en cuanto a su referente. Al comienzo los únicos soberanos eran los dioses, que dictaban las leyes de la comunidad. Después lentamente los dioses dieron esta potestad delegada a los reyes, como lo vemos en el Código de Hammurabi en la Mesopotamia (en el siglo XVIII a.C). En la república romana la soberanía la tenía el Senado, una oligarquía minúscula. El proceso histórico terminará por comprender que la soberanía pertenece sólo a toda la comunidad política, al pueblo. Es el pueblo el único soberano, primera y última instancia de autodeterminación en la creación de todas las instituciones (gracias al poder instituyente diría C. Castoriadis), en la promulgación de una constitución (gracias al poder constituyente, descrito entre otros por un C. Schmitt), en el dictado de las leyes o en la toma de decisiones fundamentales de la política (desde la elección de los representantes hasta compromisos trascendentales en los que se usan recursos excepcionales tales como la consulta popular, el referéndum o el plebiscito). En todos los casos la sede última del ejercicio del poder es la soberanía popular.
2. El Estado. Siendo el Estado el macro sistema institucional de la sociedad política, creación de la soberanía popular, no puede decirse de manera estricta que “el Estado es soberano”. El soberano es el pueblo, y el Estado es una institución a su servicio. Y como toda institución es una mediación para el ejercicio delegado del poder soberano del pueblo. El Estado, en el mejor de los casos, podría decirse que ejerce delegadamente la soberanía popular, pero no en nombre propio, sino en el del pueblo. El arrogarse el Estado el poder ejercer la soberanía en nombre propio (en aquello tan repetido de que “el Estado es soberano”, que podría aceptarse en un sentido amplio) es lo que se denomina fetichismo del poder3. El poder político, que reside sólo en el pueblo, y que tiene al pueblo como su única sede inalienable, cuando se atribuye a una institución, es decir, cuando el que ejerce delegadamente el poder pretende cumplirlo en nombre propio (y no como representante) se produce la inversión de su sentido en cuanto oculta la verdadera fuente del poder. Una pura apariencia, un fenómeno tapa la esencia. Es un fetiche. Es un “dios hecho de la manos de los hombres” (como indica Marx citando un texto semita). Esta inversión es la corrupción suprema de la política. El político cree ahora ser el soberano, porque pretende tener “el monopolio del poder”. Ha usurpado un lugar que no le pertenece: el ser la sede del poder soberano, que sólo ostenta el pueblo como un todo.
3. El petróleo. Los bienes existentes dentro de los límites del territorio, en el cual se ejerce la soberanía del pueblo a través de las instituciones creadas para su servicio, son patrimonio de la comunidad política en su conjunto. Aquellas que quedan bajo el régimen de propiedad común, administradas por el Estado, son bienes públicos. El petróleo, como las riquezas del subsuelo, el agua, la electricidad, etcétera, son igualmente públicos en México.
El petróleo es un producto orgánico, fruto de millones de años de la vida sobre la Tierra. Es una de las sustancias más valiosas sobre el planeta por sus múltiples usos, y no renovable. En primer lugar, simplemente quemarlo es un crimen, y las generaciones futuras nos lo demandarán. Aniquilarlo por combustión es como echar a la hoguera diamantes, oro o billetes de banco vigentes. Por ello, en segundo lugar, sería racional extraerlo en la menor medida posible, conservarlo en su mayor cantidad, y sólo consumirlo cuando se haya cumplido con una exigencia ético-política: en tanto se hayan inventado y se puedan usar sustitutos energéticos en igual cantidad procedentes de medios renovables. En tercer lugar, vender petróleo en bruto es igualmente irracional. Habría que procesar y comercializar únicamente productos del petróleo con valor agregado (plásticos, aceites, gasolina, etc.). Pueblos completamente subdesarrollados venden la pura materia prima. México no debería soportar el ser insultado por su falta de inteligencia, de tecnología y de planificación al vender un gramo de petróleo en bruto.
Pero, y en cuarto lugar, aún es más irracional y falto de ética (lo que indica la corrupción de los gobernantes) el conceder la propiedad del petróleo mismo como pago de servicios a recibir. Como si no pudieran pagarse los mejores servicios técnicos del mundo con el dinero obtenido por la venta de los productos elaborados del petróleo mismo. No hay ninguna necesidad de alienar la propiedad del petróleo. ¡Es de sentido común!
Esta suma de decisiones irracionales sólo puede explicarse por el interés egoísta que no guarda ninguna relación con la justicia ni con la ética por parte de los gobernantes. Es simplemente corrupción política, porque los que ejercen el poder institucional (senadores, diputados, presidente, gobernadores, etcétera) han olvidado que no son la sede del poder político, sino simples representantes que ejercen un poder delegado en nombre de la soberanía popular. Olvidándolo, piensan que pueden decidir todo a espaldas del pueblo. Por el contrario, una “consulta popular” se justifica plenamente en tan importante asunto. Pero no lo desean, porque se les desarmaría “todo el juego”. Si no estuvieran corrompidas las instituciones (entre ellas el Poder Legislativo) recordarían que el Estado posee sólo un ejercicio delegado, no siendo en sentido estricto soberano, y por ello debería comprender la necesidad de esa “consulta al soberano”.
Pero la corrupción no es sólo política, sino que es ético-subjetiva. El ejercicio fetichista del poder los inclina también al desorden subjetivo, al amor a la riqueza que se llamaba usura, a la apropiación indebida de bienes del pueblo que se distribuyen a discreción ilegalmente entre los “amigos” (de adentro del país y de afuera, porque al fin la burguesía es mundial).
Sería bueno llamar a una cierta cordura, a imponerse un cierto límite de la simple honestidad ciudadana, y pedir que se “consulte al pueblo” en esta situación tan grave. De lo contrario el pueblo tendrá derecho a entrar en acción. Es un “derecho absoluto”, porque a la injusticia del “estado de derecho” no se le opone sólo el “estado de excepción”, sino fundamentalmente el “estado de rebelión”, que clama al final: “¡Qué se vayan todos!”
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