Porque es una respuesta de sentido común: si se nos pregunta si deseamos sufrir la enajenación de algo que es nuestro (en un robo sin violencia o con ella, en un fraude bancario, como consecuencia de una extorsión o por medio de una votación parlamentaria), lo lógico es que contestemos no.
Porque ya sabemos lo que ocurre cuando los gobernantes en turno transfieren una entidad de propiedad pública o un ramo reservado al Estado a manos privadas (casi siempre, a empresarios afines, próximos, cuates, cómplices, compadres, parientes en algún grado): se incrementa la pobreza de la mayoría de la población y se dispara la riqueza de unos cuantos.
Entre De la Madrid, Salinas, Zedillo y Fox nos dejaron sin industria nuclear, sin satélites, sin bancos, sin carreteras, sin ferrocarriles, sin autopistas, sin empresas de telecomunicaciones, sin petroquímica secundaria, sin gas natural, sin líneas aéreas, sin supermercados populares, sin ingenios, sin acereras y altos hornos, sin minas, sin aeropuertos, sin vigilancia aeroportuaria, sin canales de televisión, sin estaciones de radio, sin fábricas de electrodomésticos, sin tortillerías, sin editoriales e imprentas, sin periódicos; de Salinas a Calderón, los gobernantes se han empeñado, además, en disminuir la generación de electricidad por parte del sector público (para que la generen empresas privadas) y en reducir a chatarra la planta petroquímica de propiedad nacional; nos dijeron que era para “adelgazar al Estado”, pero el gasto corriente del gobierno ha crecido en forma exponencial y hoy el gobierno federal, plenamente obeso, es más ineficiente que nunca; nos aseguraron que con el producto de las ventas de empresas del sector público se reduciría la pobreza en el país y ocurrió lo contrario; argumentaron que se consolidarían la independencia y la soberanía, pero hoy la soberanía y la independencia nacionales son una frase hueca que se acomoda en uno que otro pasaje de los discursos presidenciales mientras las autoridades federales exhiben su dependencia de los lineamientos de Estados Unidos y de Europa y la economía es lastimosamente vulnerable a los vaivenes financieros mundiales.
Porque no nos gusta que nos tomen el pelo: todo lo dicho por Calderón y sus empleados a favor de la privatización de la industria petrolera ya lo hemos escuchado cada vez que se ha transferido a los capitales privados una empresa del Estado, y en todas las ocasiones esos argumentos resultaron ser mentiras, aunque los apoyaran sin rubor alguno –como ahora– Krauze y Aguilar Camín.
Porque conocemos la profundidad del enojo popular, intuimos la explosividad social en grandes ámbitos del país y no queremos que una imposición del poder público –especialmente, de este poder público, surgido de una elección más que dudosa– provoque estallidos de violencia de esos que se sabe cuándo empiezan, pero no cuándo terminan, ni después de cuántos muertos.
Porque queremos demostrar y documentar, en el interior y al mundo, que Calderón no representa el sentir mayoritario de los mexicanos, ni en el terreno petrolero ni en muchos otros.
Porque los problemas de la industria petrolera nacional no se resuelven permitiendo que las grandes corporaciones trasnacionales se apoderen de ella, sino combatiendo la corrupción, la opacidad, la discrecionalidad y el dispendio dentro de Pemex y en el conjunto de la administración pública, un propósito que no forma parte del calderonato.
Porque el empeño gubernamental en incrementar la extracción de crudo es insensato, irresponsable y profundamente egoísta. Si los altos funcionarios no tienen suficiente dinero para pagarse el boato en el que viven, que cobren los impuestos que deben cobrar a las grandes corporaciones y que dejen en paz nuestro petróleo. Nuestros hijos y nietos lo necesitarán más que nosotros.
Por esas consideraciones, y por muchas otras, el no ganó de manera abrumadora en la consulta ciudadana que se llevó a cabo el pasado domingo.
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