Terminado el debate en el Senado de la República, seguirá como avalancha el regaño manido: nadie nos dijo qué hacer o de qué se trata la reforma energética; todo se partidizó; la ideología se impuso y nos impidió pensar; en fin, que como dicen los malos lectores de Paz y Carlos Fuentes (¡Felicidades por El Quijote!): ¡Qué le vamos hacer! Si aquí nos tocó… hijos de… y mezcla de lo peor.
Y sin embargo la República se movió y puede seguir haciéndolo. En el Senado y a través del Canal del Congreso y de algunas bien elaboradas páginas periodísticas, se emitieron opiniones y discutieron posiciones sobre la Constitución, el estado real y futuro de la empresa, la perspectiva de una apertura de la explotación y la exploración a la inversión privada, la tragedia de la petroquímica sobre la que pocos se atrevieron a culpar a Pemex o a la propiedad nacional del subsuelo, etcétera. Ausente estuvo, como en algún momento se consignó en la prensa, el tema candente del sindicato y su papel en la industria, pero de formas de gobierno, autonomía de gestión y yugo hacendario se habló y mucho. No bastará para remover el (pre)juicio derogatorio de las jornadas de este medio año, pero sí para enriquecer el juicio de la opinión pública.
Sano fue el convivio congresal, como será la consulta ciudadana. A ésta, debe observársele como una práctica inicial que da cuenta de una de las muchas carencias que aquejan a nuestro edificio democrático, mal acostumbrado a avanzar a fuerza de votos y prebendas del Estado; sin conciencia clara de que sus órganos, en particular los colegiados representativos, se deben a la ciudadanía más allá de sus votos y que, por tanto, su misión no es sólo legislar “en nombre” de los ciudadanos, sino construir cotidianamente una auténtica voluntad colectiva, porque de eso depende en gran parte la legitimidad del sistema en su conjunto.
La ingeniería que la democracia mexicana requiere no sólo es institucional, como con su proverbial arrogancia recomendó alguna vez Sartori. Cada día es más claro y urgente entender que muchos de los nudos ciegos y nichos perversos donde se nutre el poder de hecho, radican en una Constitución que se adecua trabajosamente a la dinámica política y social desatada en su nombre, pero sin tomar en cuenta los enormes desafíos abiertos por una reformitis aguda y poco atenta a los mandatos fundamentales.
La prisa por volvernos persona grata a las nuevas configuraciones de poder de la globalización sirvió por un tiempo como pretexto para estos desarreglos. La emergencia del México bronco a partir de 1994 sirvió también para marchar a paso de ganso en la reforma política para la democracia, sin considerar desigualdades amenazadoras en la arena política y una constelación de poderes de hecho siempre en las fronteras de lo inconstitucional y listos para desplegar sus baterías contra el proyecto representativo y aun contra la propia Constitución.
No es fácil insistir en la centralidad y actualidad de una política constitucional y renunciar a las tranquilidades que nos brinda el ensamblaje institucional erigido durante la fiebre del reformismo neoliberal. Son muchos los que se las han arreglado para acomodarse, lucrar y hasta prosperar bajo este paraguas y tal vez sean muchos más los que conciente y activamente forman filas en la coalición conservadora que está dispuesta a todo para preservar lo que dejó la reformitis. De aquí la feria de fantasmas en torno al populismo y la danza de vampiros que desató la primera fase del reclamo popular ante la iniciativa calderoniana de reformas a la normatividad petrolera.
Sin embargo, aquí también es posible detectar movimientos de revisión y de renovación y configurar hipótesis diferentes a las que sirvieron para justificar el apoyo inicial, casi sin condiciones, que obtuvo el proyecto, incluso en analistas cuyas lealtades dicen estar en otro lado.
Para empezar, reiteremos que el interés nacional de los países que nos rodean y compran no está en que sus empresas petroleras entren sin más al subsuelo, la refinación o los ductos mexicanos. En primer término, como en 1938, su interés está en un abasto seguro que no mengüe, mientras se entra de lleno a la transición energética. Así ocurrió con Roosevelt y Cárdenas, y así puede ocurrir ahora y mañana. Lo que habría que definir es un horizonte de pactos y arreglos que dieran paso a proyectos nacionales de inversión de gran alcance. Lo demás, vinculado a la espectral hegemonía tecnológica de las antiguas “siete hermanas” puede dejarse para las paranoias de fin de semana o las ilusiones de negocio y consultoría de unos cuantos.
En segundo término, admitamos que el cruce entre el declive productivo y el de la exportación de Pemex es grave sí y sólo si deciden mantenerse el agudo sesgo exportador reportado por Jorge Eduardo Navarrete y la irracional pauta fiscal, que ha puesto al Estado en su conjunto al borde no de un ataque de nervios sino de una catástrofe financiera y política que la marrullería hacendaria sólo pospone. El tema no es pues el petróleo en abstracto sino el Estado y su capacidad para persuadir a los mandantes de la urgente necesidad de poner un alto a tanto desperdicio en el gasto y un hasta aquí en la codicia autodestructiva cuando se trata de contribuir y pagar impuestos.
Viéndolo así, la superchería sobre los hospitales, las enfermeras o los maestros y las escuelas que nos permitiría adquirir la reforma de Pemex cae por su propio peso; los políticos podrían pensar un poco en serio y todos nos ahorraríamos el bochorno de argumentos por la reforma cargados de buenas intenciones para los desvalidos y desprotegidos de siempre. Para éstos, sólo el empleo que viene con el crecimiento y salud y seguridad social universales, financiadas con impuestos generales, es la única esperanza. Y así debe decirse y asumirse antes de buscarle a la propuesta de Calderón virtudes distributivas de las que carece.
Por último, pero no al último. La posposición de reformas de fondo en Pemex no debería servir de pretexto para mantener su exiguo ritmo de exploración y construcción de refinerías. Tampoco para esquivar la petroquímica. Para esto hay fondos y capacidad de endeudamiento eficiente, y aún quedan empresarios dispuestos a entrarle con inversión y riesgo. Mexicanos y extranjeros, que forman el verdadero conjunto empresarial estratégico para la era que puede iniciarse gracias, entre otras cosas, a un debate que sólo los necios pueden despreciar y derogar.
Pemex y el petróleo no son la panacea y nunca lo fueron. Pero hoy, como lo fueron ayer, pueden ser sostenes efectivos para que México rencuentre la senda perdida de su desarrollo. Por eso el debate y las consultas seguirán.
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